EL CIELO NOS HABLA EN MEDJUGORJE
"Yo he venido a llamar al mundo a la conversión por última vez" ( 2/05/1982)
"Queridos hijos: orad conmigo para que todos vosotros tengáis una vida nueva. En vuestros corazones, hijos míos, sabéis lo que hay que cambiar: regresad a Dios y a sus mandamientos para que el Espíritu Santo pueda cambiar vuestras vidas y la faz de esta tierra, que necesita de una renovación en el Espíritu" Mensaje del 25 de mayo de 2020.

Un mensaje de la Virgen: 2 de Agosto de 2012

 
 
"Queridos hijos, estoy con vosotros y no me rindo. Deseo daros a conocer a mi Hijo. Deseo a mis hijos conmigo en la vida eterna. Deseo que experimentéis la alegría de la paz y que obtengáis la salvación eterna. Oro para que superéis las debilidades humanas. Oro a Mi Hijo para que os conceda corazones puros. Queridos hijos míos, solo los corazones puros saben cómo llevar la cruz y saben cómo sacrificarse por todos los pecadores que han ofendido al Padre Celestial y que también hoy lo ofenden, porque no lo han conocido. Oro para que conozcáis la luz de la verdadera fe que viene solo de los corazones puros. De este modo, todos aquellos que están cerca de vosotros experimentarán el amor de Mi Hijo. Orad por aquellos que Mi Hijo ha elegido, para que os guíen por el camino de la salvación. Que vuestra boca esté cerrada a todo juicio sobre ellos. Os doy las gracias.”  Mensaje de la Virgen en Medjugorje el 2 de Agosto de 2012
 
 
“…no me rindo” La Santísima Virgen no se rinde, no se da por vencida. Es como si dijera, no me rindo pese a que no me escuchan; a que leen mis mensajes pero no cambian; a que algunos y no pocos, en mi Iglesia me ignoran y se cuestionan cómo puede ser que hable tanto, que venga por tanto tiempo. Estas tres palabras, “no me rindo”, encierran ya el futuro triunfo de nuestra Madre celestial.

“Deseo a mis hijos conmigo en la vida eterna… que obtengan (alcancen) la salvación eterna”  Porque nos ama como nos ama nos quiere con Ella. En tiempos en que salvación es un término que se usa sólo para esta vida y que el alma es sustituida por el cuerpo, tanto que la preocupación principal es la salud (1) y el gimnasio se ha convertido en el lugar de culto masivo; cuando no se habla de justicia de Dios y, por tanto, de infierno porque se llega a decir que está vacío y que todos se salvan, la Madre de Dios manifiesta que su preocupación es la salvación de todos y especialmente de esos hijos suyos que van hacia la condenación, y por eso viene a recordarnos que lo que cuenta es la eternidad. Su deseo, el que alcancemos la salvación por y en su Hijo Jesucristo, único Salvador de los hombres, es la razón de su venida.

“Deseo darles a conocer a mi Hijo… que experimenten la alegría de la paz” Jesucristo es quien nos salva de la muerte eterna y ya desde aquí nos da su paz que es plenitud y da alegría a nuestra vida.


“Oro para que superen las debilidades humanas. Oro a Mi Hijo, para que les conceda corazones puros… Oro para que conozcan la luz de la verdadera fe que viene sólo de los corazones puros”
Y Ella reza y reza. Ora para darnos fuerzas y así superar nuestras debilidades y miserias que nos tienen atados y nos hacen incapaces de avanzar, esas también que nos hacen caer una y otra vez. Esas debilidades y grietas de las que se vale el Enemigo para ahondándolas hundirnos y esclavizarnos. 
 

          Ella, nuestra Madre, nos fortalece y realza. Satanás busca constantemente destruirnos, llevarnos al conflicto, al odio, al resentimiento y la tristeza, y a la total oscuridad y desesperación. Es el Padre de la mentira que primero hace creer que no existe ni el pecado, ni él, ni el infierno y, Acusador, pone en las mentes que la Iglesia es la represora y oscurantista ya que no deja hacer lo que cada uno quiera, la que cercena la libertad del hombre. Que no se puede decir a la gente lo que tiene que hacer, que hay católicos adultos que no deben hacer lo que les diga el Magisterio de la Iglesia… Luego cuando consigue su objetivo de muerte y hace un deshecho humano de la persona, le dice que ya no tiene salvación, que su vida es un total fracaso y que lo mejor es acabar cuanto antes matándose.

          La Santísima Virgen nos trae la paz y la alegría, la felicidad ya en esta tierra porque nos lleva a su Hijo que cambia nuestras vidas. Para su Hijo, a quien no importa cuánto y por cuánto tiempo un alma haya caído en lo más profundo del mal, ninguna vida está perdida y, a quien lo busca sinceramente, le da la salvación, lo purifica, le devuelve la dignidad perdida y cambia su tristeza y llanto en canto de júbilo. Jesucristo purifica nuestros corazones y nos vuelve capaces de encontrarnos con Él en cada oración. De la oscuridad pasamos a la luz de la verdad de la fe, de la verdad del amor y de la vida.

          ¡Cuántas veces en estos más de treinta años la Reina de la Paz nos ha invitado a la oración y al ayuno! Son ya incontables. Y en todas, si se mira bien, el énfasis va más allá de la práctica de la oración y el ayuno, va directamente al corazón. Oración y ayuno son medios pero lo que nuestra Madre quiere, lo que Dios busca de nosotros, es el corazón. El corazón es lo más profundo e íntimo de la persona. A ese corazón nuestro, con tantas oscuridades, con tantas dobleces, con tantas cobardías y negaciones, sólo lo puede hacer puro el Señor.

          El Santo Cura de Ars recordaba que en la unión con Dios, que es la verdadera oración, el corazón puro experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente rodeado de una luz admirable. Se produce la intimidad con Dios y por ella viene una felicidad inefable.
 
 

"solo los corazones puros saben cómo llevar la cruz y saben cómo sacrificarse por todos los pecadores que han ofendido al Padre Celestial y que también hoy lo ofenden, porque no lo han conocido”
También decía san Juan María Vianney que nuestro corazón es pequeño pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. Ese amor se vuelve celo por su gloria y dolor por cada afrenta que se comete contra Él. Entonces, el amor a Dios se manifiesta en reparación e intercesión por aquellos que lo ofenden.
         
La pureza del corazón implica sacrificarse por amor, como nos los muestra el ejemplo de los pastorcitos de Fátima. El corazón puro es el corazón amante que soporta la cruz con dignidad, alegría y generosidad. Es el corazón que sabe que el dolor ofrecido tiene valor de corredención.

“De este modo, todos aquellos que les están cerca experimentarán el amor de Mi Hijo”  Sí, la Virgen ora a su Hijo para que nos conceda esa pureza, esa transparencia. Pureza es la que deja penetrar la luz de la verdad, de la fe, de la belleza, del amor y que no permite ser enturbiada ni por el engaño, ni por ningún sentimiento negativo. El corazón puro vuelve luminosa a la persona. La vuelve translúcida a la Luz, que es Jesucristo. El corazón puro es orante y adorante impregnado del perfume de Dios. Perfume que otros perciben.

“Oren por aquellos que mi Hijo ha elegido, para que les guíen por el camino de la salvación. Que vuestra boca esté cerrada a todo juicio sobre ellos” 

         
La misma exhortación de anteriores mensajes: orar por los sacerdotes, no criticarlos. No es que los sacerdotes seamos inobjetables o que tengamos patente de impunidad y por eso no hay que criticarnos. No se trata de eso. Diría que de lo contrario: en la misma persona suele el buen grano mezclarse con la cizaña y junto a encomiables acciones pastorales y a grandes desprendimientos vemos que somos objetables, hacemos cosas que no están bien. Sin ir a los grandes escándalos siempre lamentables pero que no involucran a la mayoría de los sacerdotes, hay siempre motivos y situaciones que no son las que deberían ser. Hacer acepción de personas, caer en la rutina, no ser lo espiritual que se debería y aparecer mundano, tener arranques de impaciencia, no estar siempre disponible para quien lo necesita, cerrar la iglesia al culto, descuidar de la liturgia y tantas otras cosas. Pues sí, todo esto y lo que cada uno pueda agregar. Sin embargo –y esto es válido para cualquier persona no sólo para los sacerdotes-, la crítica no hace bien a nadie, ni al que critica ni al criticado. Pero además, los sacerdotes -más que los demás mortales- llevan un tesoro en una vasija de barro. ¿Qué significa esto? Que junto a la fragilidad humana está la dignidad única del sacerdocio, que hace de un hombre otro Cristo. El sacerdote no se pertenece a sí mismo, pertenece a Otro. Desde su ordenación no es el quien vive sino Cristo que vive en él. El sacerdote es responsable del anuncio de la fe en su integridad y exigencias y quien debe ayudar a los demás a conocer y a amar a Dios. El sacerdote posee una dignidad única y actúa en la persona de Cristo realizando lo que ningún hombre podría hacer: la consagración del pan y del vino para que sean realmente la presencia del Señor, la absolución de los pecados. El Señor se hace presente por medio de su sacerdote, de esa persona que Él mismo ha elegido, como nos lo recuerda nuestra Madre Santísima. Cristo resucitado por medio de los sacerdotes enseña, santifica y gobierna. Los sacerdotes son un gran don para la Iglesia y para el mundo. Sin sacerdocio no hay Eucaristía y sin Eucaristía no hay Presencia del Señor, ni hay Iglesia. A través del ministerio sacerdotal el Señor continúa salvando a los hombres y a hacerse presente y a santificar. En medio de la oscuridad y la desorientación trae la luz de la Palabra, que es Cristo. Enseña en nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo. Como recordaba el Santo Padre, el sacerdocio es respuesta a la llamada del Señor, a su voluntad, para llegar a ser anunciadores no de una verdad personal, sino de su verdad. Por eso, los fieles tienen que estar cerca de sus sacerdotes, cerca con la oración y con el sostén, sobre todo en momentos de dificultad, para que ellos puedan ser siempre pastores según el corazón de Dios. 
          
         

Finalmente, aún cuando Dios en su juicio será necesariamente exigente para con los sacerdotes ya que “a quien mucho se dio mucho se le pedirá”, es al mismo tiempo celoso de sus elegidos (2). Por eso, a “cerrar la boca y no enjuiciar a los sacerdotes” y a abrir el corazón a la oración por ellos".

P. Justo Antonio Lofeudo

http://www.mensajerosdelareinadelapaz.org/
(1)  Salud y salvación tienen la misma raíz etimológica: salus/salutis.
(2) Sugiero releer el episodio protagonizado por Aarón y Miriam y Moisés su hermano, relatado en el capítulo 12 del libro de Números.

 

¡Bendito, Alabado y Adorado sea Jesucristo en el Santísimo Sacramento del altar!

En Dios hay espacio para el hombre. En el hombre hay espacio para Dios. Benedicto XVI


    "En la Asunción vemos que en Dios hay espacio para el hombre; Dios mismo es la casa con muchas moradas de la que habla Jesús (cf. Jn 14, 2); Dios es la casa del hombre, en Dios hay espacio de Dios. Y María, uniéndose a Dios, unida a él, no se aleja de nosotros, no va a una galaxia desconocida; quien va a Dios, se acerca, porque Dios está cerca de todos nosotros, y María, unida a Dios, participa de la presencia de Dios, está muy cerca de nosotros, de cada uno de nosotros. Hay unas hermosas palabras de san Gregorio Magno sobre san Benito que podemos  aplicar también a María: san Gregorio Magno dice que el corazón de san Benito se hizo tan grande que toda la creación podía entrar en él. Esto vale mucho más para María: María, unida totalmente a Dios, tiene un corazón tan grande que toda la creación puede entrar en él, y los ex-votos en todas las partes de la tierra lo demuestran. María está cerca, puede escuchar, puede ayudar, está cerca de todos nosotros. En Dios hay espacio para el hombre, y Dios está cerca, y María, unida a Dios, está muy cerca, tiene el corazón tan grande como el corazón de Dios.

     Pero también hay otro aspecto: no sólo en Dios hay espacio para el hombre; en el hombre hay espacio para Dios. También esto lo vemos en María, el Arca santa que lleva la presencia de Dios. En nosotros hay espacio para Dios y esta presencia de Dios en nosotros, tan importante para iluminar al mundo en su tristeza, en sus problemas, esta presencia se realiza en la fe: en la fe abrimos las puertas de nuestro ser para que Dios entre en nosotros, para que Dios pueda ser la fuerza que da vida y camino a nuestro ser. En nosotros hay espacio; abrámonos como se abrió María, diciendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra». Abriéndonos a Dios no perdemos nada. Al contrario: nuestra vida se hace rica y grande.

Así, la fe, la esperanza y el amor se combinan. Hoy se habla mucho de un mundo mejor, que todos anhelan: sería nuestra esperanza. No sabemos, no sé si este mundo mejor vendrá y cuándo vendrá. Lo seguro es que un mundo que se aleja de Dios no se hace mejor, sino peor. Sólo la presencia de Dios puede garantizar también un mundo bueno. Pero dejemos esto. Una cosa, una esperanza es segura: Dios nos aguarda, nos espera; no vamos al vacío; él nos espera. Dios nos espera y, al ir al otro mundo, nos espera la bondad de la Madre, encontramos a los nuestros, encontramos el Amor eterno. Dios nos espera: esta es nuestra gran alegría y la gran esperanza que nace precisamente de esta fiesta. María nos visita, y es la alegría de nuestra vida, y la alegría es esperanza". BENEDICTO XVI Homilia en la misa de la Asunción de la Virgen a los cielos, en la parroquia de Castelgandolfo. 15 de Agosto de 2012

Rescátame, Señor



   "Jesús, creo que eres el Hijo de Dios. Ven a vivir a mi corazón vacío. Manda tu Espíritu Santo a llenarme con tu paz, pasión y amor. Cámbiame completamente, de dentro afuera. Que pueda caminar en el destino perfecto que tienes para mí. Enseñame a vivir mi nueva vida. Abre mis ojos a tu verdad. Rompe las mentiras que el demonio ha puesto en mi mente. En ti confío, oh Señor. Gracias, Jesús. Amén"

Salmo 34. Alabanza de la justicia de Dios





SALMO 34       2, 3, 5-7; 9-10; 18-19


Bendeciré al Señor en todo tiempo,

sin cesar en mi boca su alabanza;

en el Señor mi alma se gloría

¡oídlo, los humildes, y alegráos!

He buscado al Señor y me ha respondido;

me ha librado de todos mis temores.

Los que miran hacia él, refulgirán;

no habrá sonrojo en su semblante.

Cuando el pobre grita, el Señor le escucha,

y le salva de todas sus angustias.

Gustad y ved qué bueno es el Señor,

dichoso el hombre que se cobija en él.

Temed al Señor vosotros, santos suyos,

que a quienes le temen no les falta nada.

Cuando gritan aquellos, el Señor les escucha,

y los libra de todas sus angustias.

El Señor está cerca de los que tienen roto el corazón,

él salva a los espíritus hundidos.



¡Gracias, Juan!

Hemos sido creados para ser felices. Christoph Schönborn

 
   "No conservo ningún recuerdo sobre el contenido de muchas predicaciones que escuché en mi infancia y en mi juventud. Sé que a menudo eran largas, por lo menos a mí así me lo parecían. No era un oyente atento. Pero, extrañamente, me acuerdo con toda claridad de una única frase, sólo de esta. Esta frase brilla en el amplio río del olvido como un brillante solitario, y la pronunció, durante una predicación, el párroco que en el período de mi adolescencia guiaba la comunidad. Ese párroco irradiaba amor, bondad, humorismo, y se notaba que vivía una íntima relación con el Señor: así es como se me quedó grabada en la memoria a mí, y a muchos. Murió joven e improvisamente en 1966. Entonces, todavía se predicaba desde el púlpito, y recuerdo la sensación de benevolencia que descendía de aquel púlpito. Ya he olvidado lo que predicaba; como también he olvidado las predicaciones de los que lo precedieron, excepto esta sola y sencilla frase: «Hemos sido creados para ser felices».
 
   Tal vez sólo se me quedó grabada esta única frase porque entonces —yo tenía quince o dieciséis años— correspondía en modo particular a mi búsqueda personal. Quizá también porque nuestro párroco testimoniaba de un modo creíble la verdad de esta frase. Pero, ¿qué podemos saber precisamente de los misteriosos caminos de nuestra memoria?

    «Hemos sido creados para ser felices». Espero que recordéis al menos esta frase. Pero en el caso de que la olvidéis junto con el resto de lo que diré, podemos igualmente quedarnos tranquilos, porque ciertamente esta no la olvidaréis, dado que está escrita en el corazón de cada hombre como una evidencia: todos los filósofos están de acuerdo por lo menos en considerar que todo hombre desea la felicidad y la anhela. Es una evidencia también para el sentido común. Nadie quiere ser infeliz, nadie aspira a la infelicidad en cuanto tal. A lo sumo, estamos dispuesto a aceptar una cierta mala suerte con vistas a una felicidad más grande, o bien nos resignamos ante una desgracia porque ya no se vislumbran las perspectivas de felicidad; pero la infelicidad como tal no la desea nadie. La frase de la predicación de mi párroco expresa algo más que la simple evidencia de que todos los hombres aspiran a la felicidad. Esa frase afirma que tal deseo de felicidad nos ha sido dado por el Creador, que ese deseo no engaña, que no es un espejismo. En cambio, representa la meta a la que el Creador nos ha destinado.

   Recuerdo exactamente el sentimiento íntimo y fuerte, la sorpresa y la sensación de alegría que provocó en mí esa frase: llegar a ser felices, ser felices no es algo prohibido, es la voluntad de Dios más auténtica para nosotros, sus criaturas. Yo fui hecho para la felicidad y la felicidad fue hecha para mí. La felicidad me espera, y yo puedo esperarla con alegría. Cuando se presenta, puedo acogerla.

Si hoy, después de tantos años, trato de entender por qué esa frase, entonces, me conmovió hasta el punto de conservarla en la memoria, creo se debe sobre todo a dos motivos. Ya a la edad de once años me preguntaba si debía ser sacerdote. A los once años estaba más seguro de ello que a los quince o dieciséis. Ya había pasado por experiencias dolorosas en mi familia. ¿Tenía qué ser sacerdote? ¿Debía ser sacerdote? Me hacía esta pregunta. ¿No se me permitía tener una vida «normal», una familia, un matrimonio? Por otra parte, esta atracción hacia el sacerdocio volvía con insistencia. Entonces, en esta búsqueda, las palabras del párroco sobre la felicidad llegaron a mi corazón como una liberación: «Cualquiera que sea mi vocación, mi camino de vida, Dios quiere hacerme feliz; me ha creado para esto».

  Un segundo elemento, no menos importante, que hacía fuerte e inolvidable para mí esta frase, era el hecho de que quien la pronunciaba me daba la sensación de una persona feliz. Raramente he conocido una persona que irradiara desde dentro, de un modo tan fuerte, la verdad de esta única expresión que se me quedó grabada: «Ser un hombre feliz». Dichas por él, esas palabras convencían, porque él mismo las testimoniaba con toda su vida, con todo su ser.

   ¿Qué era lo que me convencía, a los dieciséis años, de que este sacerdote era un hombre feliz? ¿Qué es lo que hizo llorar a todos en el pueblo, incluso a los ancianos campesinos, cuando murió improvisamente y el vicario leyó su testamento? ¿Era su humorismo? No, eso era sólo el signo de esa «coherencia» de fondo de su ser, que podemos definir mejor, precisamente, con la palabra «feliz». Nuestro párroco con frecuencia estaba enfermo y sentía un gran amor por los enfermos, a los cuales hablaba cada semana por radio: se trataba de una transmisión muy popular, que seguían también muchas personas sanas. Enfermedad y sufrimiento no lograron, evidentemente, quitarle la alegría. Su bondad era contagiosa, a veces incluso sorprendente. Ya muy entrada la noche, se podía ver encendida la luz de la iglesia, cerca del sagrario. La fuente interior de todo, para él, estaba allí, sobre su reclinatorio.

   Cuando yo tenía dieciséis años me invitó a participar en una peregrinación parroquial a Asís, Roma y Loreto. El momento culminante del viaje fue una visita al padre Pío. En ese tiempo, siendo yo adolescente, fui de mala gana a visitar al famoso fraile con los estigmas, pero se me quedó grabado de forma imborrable el recuerdo de la celebración de la santa misa y del sucesivo breve encuentro con él en la sacristía. ¿Qué significaba todo esto? ¿Quién era ese hombre que emanaba tanta fuerza? ¿El padre Pío era feliz? ¿Es «la felicidad» la palabra justa para describir lo que él irradiaba y por lo que la gente acudía en masa? Sus estigmas, que duraron exactamente cincuenta años, ¿no eran más bien una desgracia incomparable? Sea como sea, el padre Pío hizo felices a muchas personas: les quitó, con la confesión, el peso de los pecados, las impulsó a la conversión. Alivió, con su gran hospital, los sufrimientos de muchos enfermos. Es verdad que muchos iban a él con el ánimo triste y oprimido, y volvían a casa libres y contentos. Ciertamente, podemos definir al padre Pío un hombre lleno de dolores, pero no un hombre infeliz.
   «Hemos sido creados para ser felices». Pero no se puede definir de forma teórica lo que significa ser felices. Sobre todo se debe experimentar, y esto de dos formas: percibiéndolo en nosotros mismos y observándolo en los demás; advirtiendo personalmente «la felicidad», e intuyéndola en el estado de ánimo de los demás.  

    Si el cristianismo representa el camino privilegiado, la senda más segura para alcanzar la felicidad, son dos los modos a través de los cuales se demuestra esta verdad: experimentando personalmente el propio estado de felicidad y haciéndolo, al mismo tiempo, visible a los demás. Ahora bien, todos sabemos que la «felicidad» puede ser ilusoria. Existen algunas formas de felicidad aparente, promesas de felicidad que no se cumplen. No creo necesario referirme detalladamente a ellas, pues pertenecen al repertorio clásico de las predicaciones morales de los filósofos, de los literatos y de los teólogos. Dinero, fama, éxito, sexo, etc.: todo esto puede provocar placer, satisfacción; puede ser placentero y agradable, pero aún no garantiza la felicidad.

Para nosotros era evidente que al párroco de mi pueblo se lo debía definir feliz. Existía una especie de certeza que no podía engañar. Se podía experimentar claramente que este tipo de felicidad no era engañoso, que no se trataba de una falsa apariencia o de un espejismo fugaz. Esta felicidad fue la que me atrajo. Y esto, seguramente, influyó no poco en mi decisión de ser sacerdote". CARDENAL CRISTOPH SCHÖNBORN. Extractos del primer capítulo de su libro Sobre la felicidad. Meditaciones para los jóvenes (Bolonia, Edizioni Studio Domenicano, 2012) Publicado por l'Osservatore Romano, el 12 de Agosto de 2012

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